No nos gustó la coreografía de Leda Lojodice por su falta de originalidad y su escasa conexión con la acción, aunque tuvo su lado virtuoso.
Desde 1999 no subía al escenario del Real esta ópera verdiana. Lo hace ahora de nuevo y, curiosamente, en la misma producción que en aquella oportunidad ideara Hugo de Ana. «Aida» es un título capital en el que resplandece la habilidad para combinar lo antiguo con lo moderno, hasta el punto de que podríamos afirmar que es, a la vez, una ópera reaccionaria y progresista. Una obra que tiene un planteamiento clásico, similar al de cualquier partitura de los «años de galeras», los de la trabajosa juventud del músico. Aquí se aúna todo: tradición, números cerrados, exotismo, espectáculo, lenguaje musical de gran modernidad y un tratamiento poético de situaciones y personajes de alquitarado refinamiento. Encontramos, en paralelo, unas muy cuidadas instrumentación y orquestación, a través de las que Verdi obtiene momentos de bello colorido, pasajes de extrema delicadeza y novedad. Pese a que se ha reducido en parte su monumentalidad, atendiendo sobre todo a las nuevas medidas obligatorias de seguridad, la producción sigue pecando de grandilocuencia, lo que hace perder intimidad y recogimiento a los muchos momentos líricos que atesora la partitura y que se combinan con las escenas de masas. En ocasiones la visión se hace confusa pues continuamente se están proyectando, sobre una pantalla translúcida situada en la corbata, imágenes alusivas del antiguo Egipto, monumentos, ruinas, estatuas y otros elementos arquitectónicos.
Se nos ofrece una imagen tópica, más bien rancia y acartonada, aunque lujosa y espectacular de aquella civilización faraónica. La escena de la Marcha triunfal, ese tan famoso «Gloria a Egitto», se edifica sobre enormes escalones de piedra, bien diseñados y reproducidos con toda clase de detalles y con movimientos de figurantes un tanto confusos y a veces infantiles y obvios, redundantes y tópicos, bien que vistosos. No nos gustó la coreografía de Leda Lojodice por su falta de originalidad y su escasa conexión con la acción, aunque tuvo su lado virtuoso. El empleo de largas cintas blancas en el cuadro del templo de Vulcano (que, por cierto, nunca fue adorado por los egipcios) resultó demasiado simplón en su evocación de momias. Las cintas de otros colores jugaron también un papel simbólico en otros momentos. En todo caso, la narración se siguió con fluidez a pesar de los numerosos descansitos ente cuadros. Sólo hubo un intermedio, entre el segundo y el tercer acto
La prestación vocal tuvo sus más y sus menos. Empecemos por lo mejor, que estuvo en la garganta de Aida. La ucraniana Monastyrska posee un instrumento potente y extenso de soprano lírico-“spinto”, con un vibrato apreciable y un metal no del todo bruñido. Es hábil para el filado, del que quizá abusa, aunque hubo momentos muy conseguidos, así en la escena del Nilo. Coronó en un hilo el do sobreagudo de «O patria mia!» y cantó con fuerza y vigor en los conjuntos, donde siempre fue audible. En la parte más grave de su primera octava emite feas sonoridades de tinte nasal. A su lado, Kunde fue un Radamés fatigado y mayor, que cantó una muy deslucida y calante, nada refinada, «Celeste Aida». La voz ha perdido esmalte y suena mate casi siempre, cuando no engolada, excepto en algún agudo bien cogido. Fue a más. Su atuendo era más el de un samurai que el de un general egipcio.
Urmana tiene ahora dos colores, uno en el grave, que suena hueco, y otro a partir del do 4. Pareció reservarse al principio, en donde se la oyó poco, siempre tapada por los demás. Estuvo intensa y artista en el dúo con Aida y echó el resto en su gran escena con Radamés y en su soliloquio posterior, donde los agudos sonaron destemplados. Gagnidze, que sustituía a Viviani, a su vez sustituto de Maestri, mostró su atractivo color baritonal, espeso y firme, con agudos bien puestos y expresión convincente. Mejor el rey de Howard, joven bajo de oscuro timbre, que el Ramfis de Tagliavini, de grave muy débil. Bien Pastrana como sacerdotisa y estupendo el mejicano Lara como mensajero: mostró bello timbre de lírico, buena emisión y caluroso fraseo en su brevísimo cometido. Ahí hay futuro.
Luisotti es un experto conocedor de la literatura de Verdi. Llevó en general “tempi” moderados, sin aceleraciones intempestivas, pero también sin auténtico fuego verdiano, sin marcar ese ritmo férreo e implacable que piden ciertos momentos. Manejó bien las dinámicas y trató con gusto los instantes más líricos. La Orquesta y el Coro del Teatro funcionaron bien engrasados bajo su gesto claro y convincente.