Muerte en Venecia en el Real
«Death in Venice», Muerte en Venecia, ópera de Benjamin Britten con libreto de Myfawny Piper basado en la famosa novela de Thomas Mann, Der Tod in Venedig (1912); compuesta para el tenor Peter Pears, pareja del compositor, se estrenó en junio de 1973 en Inglaterra.
Thomas Mann escribió en 1912 este viaje hacia la muerte del viejo intelectual Gustav von Aschenbach, el escritor se alojó en el Lido durante el verano de 1911 donde le llegó la noticia de la muerte de Gustav Mahler, en quien, al parecer, está inspirado el personaje del protagonista.
Muerte en Venecia es además una búsqueda desesperada de la belleza platónica, encarnada en el joven Taszio y en una decadente Venecia.
Britten compuso esta ópera con una mirada cercana a su propia muerte, casi como un testamento, fallecerá tres años después de su estreno.
Es curioso que el compositor inglés se negara a ver, antes de terminar su trabajo, la famosa película de Luchino Visconti que inmortalizó el ‘Adagietto’ de la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler, estrenada en 1971 y que daría ciertos problemas sobre los derechos de autor.
Coproducción del Teatro Real y el Gran Teatre del Liceu de Barcelona
Os dejo algunas críticas en la prensa a “Muerte en Venecia” en el Teatro Real
Por respeto a la libertad del espectador no soy partidario de dar ningún tipo de consejos antes de una representación operística. En esta ocasión voy a hacer una excepción, con una doble recomendación a los espectadores que se van a desplazar al Teatro Real para ver y escuchar la última obra para la escena de Benjamín Britten ¿A qué se debe este cambio de criterio? Pues sencilla y llanamente porque creo que esta vez es útil para profundizar en la esencia argumental y musical de la ópera que ahora se estrena en Madrid.
En primer lugar, les recomiendo la lectura de Muerte en Venecia, el relato literario de Thomas Mann del que parte la idea de la ópera de Britten. Es una manera muy instructiva de comenzar este viaje por la belleza y el placer, los espejos de la razón y el deseo, el amor y la muerte. En segundo lugar, no viene nada mal familiarizarse con la música, y para ello les recomiendo que escuchen, al menos una vez, una versión discográfica de la misma y, si es posible, la dirigida por Steuart Bedford con el tenor Peter Pears y el barítono-bajo John Shirley-Quirk como protagonistas. Esta doble preparación va a facilitar la comprensión del espectáculo del Real de otra manera. Más sugerente, si cabe, y desde luego más completa.
En cualquier caso lo que importa es la representación por sí misma, y la del Real, sin ser redonda del todo, tiene calidad, enjundia y complejidad. La componente musical adquiere su fundamental protagonismo en el segundo acto, gracias, sobre todo, a que el director Alejo Pérez se crece y combina sin desfallecimiento el sentido dramático con la sensibilidad de una matización bien entendida.
La música de Briten se convierte así en el centro de la ópera, algo que clarifica muchas cuestiones. La orquesta y coro del Real se adaptaron con mucho mérito a la concepción global del espectáculo y sus prestaciones fueron nítidas y precisas. En lo musical se integra también la gran labor de conjunto del amplio reparto vocal y, en especial, la de los dos cantantes básicos de la obra. el tenor británico John Daszak, con una soberbia acotación, tanto desde el punto de vista vocal como teatral, para dibujar con sutileza el atormentado universo de Gustav von Aschenbach, y el barítono estadounidense Leigh Melrose, que se multiplica con acierto en media docena de personajes de cometidos breves, aunque determinantes en el desarrollo de la historia.
A los espectadores habituales del Real no les resulta desconocido el director de escena Willy Decker. En Madrid ya dirigió una magistral versión de Peter Grimes, la primera ópera de Benjamin Britten, y un infravalorado e inteligente El anillo del Nibelungo, rebosante de imaginación e ideas. También una estimulante La ciudad muerta, de Korngold, procedente del Festival de Salzburgo.
Su trabajo en Muerte en Venecia es de una gran pulcritud teatral. El ritmo escénico es extraordinario y la fluidez de la representación se mantiene en todo momento. La escenografía de Wolfgang Gussmann incide en aspectos conceptuales más que anecdóticos. No siempre se da una respuesta desde la escena a los dilemas entre pensamiento, belleza, creatividad, deseo, ambigüedad y cercanía de la muerte que laten en el texto de origen de Thomas Mann, pero sí que responde lo que se ve a los estímulos musicales. En conjunto, es una propuesta de solidez intelectual y plástica, que eleva el espectáculo a altas cotas de coherencia visual y teatral.
Pocas óperas tan desprovistas de acción y de conflicto como el transido testamento de uno de los grandes autores líricos del siglo XX. Una obra más próxima a sus últimas composiciones, como la cantata ‘Phaedra’ para mezzo soprano, que a los grandes títulos dramáticos como ‘Peter Grimes’ o ‘Billy Budd’. El maduro escritor acude a Venecia a pensar y a despedirse; en la playa del Lido reflexiona sobre arte, literatura, la tradición helénica, los misterios de la creación artística y la fascinación de la belleza. Belleza que irrumpe en la figura del guapo adolescente, síntesis de un anhelo póstumo y una revelación tardía. El novelista confiesa su pasión en un ahogado ‘I love you’; pero a la postre teñido, desactivado, por un intelectualismo que se prodiga en alusiones a Platón, a los efebos, a Afrodita, o Apolo. El director alemán Willy Dekker ha demostrado conocer bien la obra y la personalidad artística de Benjamin Britten. En esta ocasión se pierde en un empeño de dramatismo expresionista, que fuerza el desarrollo en busca de un clímax del que la obra prescinde. El compositor propone un largo soliloquio, interrumpido por interludios musicales y por intervenciones de un entorno fantasmal que aquí se trata como sueños que derivan en pesadillas, otorgando a los comparsas una violencia no prevista en el libreto. John Daszak es el tenor encargado de la proeza de apechugar con un tipo tan exigente, más por la complejidad de su carácter que por la envergadura de unas exigencias vocales, que se sitúan en el ámbito del recitado o del parlato. Es obligado a un tono de monocorde quejumbre que multiplica un indeseado efecto de reiteración. Al barítono Peter Sidhom se le obliga a exagerar su hostilidad, mientras la voz de Apolo, a cargo de Anthony Roth Costanzo ofrece la pista de las intenciones del autor. También el coro, visible e invisible, se libra de la distorsión. Alejo Pérez, obsesionado por la búsqueda del efecto, sólo a ráfagas obtiene de la orquesta el estilo adecuado, una combinación de transparencia e introspección. Desconcierta el tono abrupto, el trazo grueso. El público que no desertó en el entreacto premió a los artífices equitativamente.
Las razones por las que «Muerte en Venecia», la ópera de Benjamin Britten, ha tardado tantos años en llegar a Madrid sólo se pueden explicar des-de una cierta miseria intelectual asociada, en ocasiones, a intereses estrictamente personales; todo aquello que alimenta desde tiempo de nuestros abuelos la siempre apasionante historieta de la música española, aquella en la que el Teatro Real tiene mucho que decir. Las razones objetivas son que el estreno de la obra en nuestro país lo hizo el Teatro del Liceo en 2008, en una producción participada por el Real que ha terminado encontrado hueco en una temporada que se construyó aprisa y corriendo tras el último cambio de director artístico.
La propuesta tiene su mejor aval en la puesta en escena dirigida por Wílly Decker, reconocida y premiada después de que la crítica la recibiera inicialmente con ciertas objeciones. Hay trabajos que necesitan respirar y este lo hizo muy pronto, cargándose de argumentos que hoy son indiscutibles: aquellos que aporta una visualidad potente, repleta de sugerencias y una capacidad de síntesis que congenia estupendamente con la música, a veces descarnada, concisa, a ratos terriblemente perspicaz, de Britten. Es necesario entender, como lo hace Decker, la calidad quintaesenciada de esta partitura postrera en la que el compositor volcó la experiencia de una vida y otras tantas inquietudes personales.
Se escucha en Madrid con dirección musical de Alejo Pérez, quien logra, por fin, demostrar sólidas aptitudes después de varias e irregulares actuaciones en el Real. Preciso e informado, suficientemente expresivo y moderadamente parco en algún momento culminante, quizá quepa imaginar una versión con un punto de mayor calidad instrumental. En esto, la orquesta titular del Teatro pueda ayudar sustantivamente cuando acabe de encontrarse definitivamente cómoda ante esta música, la proyecte con dirección hasta su disolución final y, sobre todo, la maneje con una mayor delectación y sutileza tímbrica. En la representación de anoche se hizo palpable después de un principio demasiado descarnado instrumentalmente.
Trabajo ímprobo de Daszak
Es el caso de la escena del sueño, allí donde las contradicciones vitales de Gustav von Aschenbach se dan la mano a la sombra de Apolo y Dionisio, de la serenidad y el equilibrio frente al éxtasis. También alcanzaría mucha mayor elocuencia el final fortaleciendo la imagen del escritor en sus últimos momentos, abandonado, bajo un cielo de Magritte, a la contemplación del joven Tadzio y al rodar una pelota sin dueño. Es en ese instante cuando el tenor John Daszak hace el gesto definitivo después de un trabajo ímprobo, vocalmente muy armado y teatralmente estupendamente trazado. El dibujo es complejo pues parte de la angustia del personaje ante la falta de inspiración para acabar consumido entre obsesiones y contradicciones. Pero Daszak es un fantástico recreador de la transformación mental y física que exige el texto, del mismo modo que. en el envés de la narración, Tomasz Borcyk reconstruye milimétricamente, a partir de una actitud impecable. la personalidad silente de Tadzio.
Ellos dos encabezan un reparto importante que defiende la obra con autoridad vocal y que pone en valor la propuesta de Decker. Suya es la responsabilidad de una dirección de actores plagada de gestos sustantivos en la que tan importante es la posición como el propósito, afín a una sucesión de escenas siempre cargadas de significado. Hay que destacar la iluminación de Hans Toelstede, la escenografía de Wolfgang Gussman y el vestuario de éste y de Susana Mendoza, porque ponen fácil a Decker la interpretación de la obra, su propia apreciación con el acento en alguna imagen que transforma el deseo en estricta carnalidad. Pero sobre todo, la contundente visión que, ante los espectadores, tiene la contemplación de un viaje de imposible retorno.
Como una visión se presenta esta Muerte en Venecia diseñada sobre el escenario por Willy Decker. El mundo interior del escritor alemán Gustav von Aschenbach se dibuja como una compleja maraña de sentimientos y ensoñaciones en escena que construyen un complemento a una música excelente firmada por Benjamin Britten que llega al Teatro Real este jueves.
Fondo negro para el taller de Eschenbach. Un despacho plagado de papeles muestra a un escritor frustrado por tener una mente inquieta pero la incapacidad de llevar esa inquietud a los papeles. John Daszak –que sorprende cantando con fuerte torrente cantando tumbado con el diafragma oprimido- encarna al literato creado por Thomas Mann que se deja seducir por los demonios de su cabeza y hace caso de la sensualidad diabólica que lo lleva hasta Venecia, donde le han dicho que podrá encontrar la belleza. Un sur que será su gloria y su perdición, la nueva vida y la rendición a la muerte.
Retraído y descolocado, el escritor viajará hasta Venecia rodeado de marineros que contrastan con su serio talante alemán. Leigh Melrose encarna a todas esas voces del mundo interior del escritor que le impulsan a dejarse llevar, primero hasta Venecia, luego a rendirse a los placeres, y después hasta una playa del Lido que supondrá un punto de inflexión en el que alcanzará un amor supremo y prohibido que le conducirá a la vergüenza y la debacle de su último aliento sobre la arena de la playa veneciana.
No hay atisbos de cuadros de Canaletto en esta presentación veneciana que nos hace Decker de una ciudad en la que la oscuridad y el cólera se ciernen sobre los canales en un clima de silencio por un miedo tan vigente como el de perder el turismo por un mal tratamiento de la gestión. Una góndola errante sobre proyecciones de aguas turbias conduce al escritor hasta la playa de la capital del Véneto con una música inquietante y bien cuidada por Alejo Pérez, que dirige a la Sinfónica de Madrid en esta producción.
Una vez desembarcado en el Lido, el frenesí toma al escritor, y Venecia se torna una ciudad descarada y arrogante cuando aparece Tadzio, el jovencito de cabellos rubios que reconciliará a Eschenbach con el mundo hasta conducirlo a la locura. Durante su estancia en Venecia, el escritor es abordado por unos artistas callejeros caraduras que le llevan a un estado de ensoñación, en el que baila un tango con un Tadzio desnudo en un sensual pasaje con una música decadente y muy evocadora.
Uno de los grandes baluartes de esta ópera es la capacidad y el cuidado que tuvo Britten para ser lo más fiel posible a la novela de Thomas Mann. Para su última ópera, el compositor británico pidió permiso expreso a la familia del Premio Nobel para trasladar la novela al escenario. La familia del literato, amiga del compositor, no dudó en que Britten sería la persona idónea para trasladar el complejo mundo de Mann a las tablas de los coliseos de la lírica. El compositor usa los recitativos para plasmar, al contrario que en el Barroco, lo que pasa por la cabeza del protagonista cuando, por ejemplo, ve al joven Tadzio en el museo o a través de las ventanas de su habitación en el hotel.
La música va de la mano con la obra. Cuanto más se acerca Eschenbach a la perdición, más compleja se hace la armonía en la partitura. El “qué dirán” sobre el amor prohibido ya no importa al literato: la belleza merece cualquier sacrificio, incluso la muerte. Decker dibuja para estas escenas que conducen a la locura escenas con algún tinte felliniano, como en la representación de la obra teatral en la que el autor se ve reflejado, mientras intenta averiguar a toda costa por qué se marchan los turistas de Venecia.
Pero la música nos conduce a una decisión severa: la muerte no supone una tragedia para el escritor siempre y cuando pueda estar más tiempo con el joven que protagoniza sus sueños más turbios. Su búsqueda de la belleza, el disfrute del joven y de su rostro y cuerpo justifican que se rinda a los síntomas del cólera. Sabía que cruzaba la Laguna Estigia con un gondolero como Caronte cuando entró en Venecia, y asume su destino. Britten remata la ópera con un pasaje de luminosidad apabullante en el que Eschenbach ve marcharse a Tadzio y asume que, tras ello, ya puede dejar que el cólera haga su parte. Rendido, pintarrajeado como una caricatura de sí mismo y habiendo perdido el norte con la marcha del chico de cabellos dorados, el escritor fallece mirando al mar mientras la música, como un cuerpo humano, muere entre respiraciones cada vez más entrecortadas que conducen a la paz de un silencio tan importante como la propia música. Un silencio solo roto por un clamoroso aplauso que luego se convierte en comentarios de aprobación en el hall del teatro, sobre una partitura excelente y un libreto de excelencia literaria.
La versión de Willy Decker de la ‘Muerte en Venecia’, de Britten, pone el primer hito importante en la historia de Joan Matabosch en el Teatro Real
El Teatro Real remedió anoche una deuda histórica con Benjamin Britten. Nunca se había estrenado en Madrid ‘Muerte en Venecia’ (1973), adaptación operística de la novela de Thomas Mann (1912) en la inercia de la película de Visconti (1971). Y resuelta dramatúrgicamente por Willy Decker desde la perspectiva de un ‘thriller’ psicológico, hasta el extremo de que el director de escena germano elude cualquier alusión visual, específica, concreta, de la propia Venecia.
La Serenissima aparece como un mar de mercurio. Como una ciénaga enmascarada por el sol. Y como un espacio claustrofóbico donde agoniza Aschenbach en la conspiración de las premoniciones. Ninguna tan clara -ni oscura- como el barquero que lo conduce a la laguna Estigia del Lido. Y que acude a sepultarlo en el desenlace de la ópera después de haberlo atormentado con el veneno de una pasión crepuscular. Sentirse vivo para morir.
Así es que Tadzio es para Decker un epígono del Baco adolescente de Caravaggio. Y un muchacho de bucles de oro que se asoma al agua como Narciso, de forma que Aschenbach lo contempla desde la mirilla y desde el estupor, abrumado por la belleza, expuesto al desorden de un arrebato tardío que relaciona la pasión con el abismo.
El sobrecogedor montaje, por tanto, contiene la tensión dialéctica mitológica entre Dionisio y Apolo con que Nietzsche impresionó a Thomas Mann, pero rebasa la pederastia intelectual y la salivación voluptuosa latente (o evidente) en la película de Visconti.
Decker sacrifica a Aschenbach con menos piedad que Britten. Lo desfigura como un muñeco de guiñol. Lo escarmienta. Lo ahoga en una atmósfera nauseabunda. Lo caricaturiza en la desdicha de un desengaño: amoroso, psicológico, existencial.
Y subconsciente, pues la audacia de Decker aprovecha los pasajes del sueño y del ensueño para recrearse en las frustraciones y deseos inconfesables del protagonista, cuya peripecia solitaria y asfixiante apenas encuentra compañía en una troupe de cabaretistas y de comediantes del arte que acuden no tanto a socorrerlo como a vampirizarlo.
Costaba ponerse a aplaudir después de asistir al entierro en Aschenbach. Y, de hecho, no lo hicieron con demasiado entusiasmo los pasivos espectadores del Real. O los que se quedaron, pues en el entreacto hubo una fuga de melómanos escasamente sensibles a la importancia del montaje.
Y no sólo por la originalidad con que Decker plantea el crepúsculo de un reputado escritor en una Venecia sin Venecia, sino por la naturalidad con que respira la música y por la asombrosa agilidad maquinaria con que transcurren las escenas, encadenadas entre sí por un juego de telones negros que predisponen la sugestión musical y actoral de John Daszak, inmenso en el papel de Aschenbach, conmovedor en su fragilidad, olímpico en la proeza que implica permanecer sobre la escena dos horas y media.
Decker sólo le permite acercarse al efebo Tazdio en los sueños. Lo hace con una pelota que representa la única conexión entre los personajes y que Aschenbach acaricia en el desenlace de la ópera mientras resuena el réquiem de la orquesta.
Es el pasaje más emocionante de la lectura ordenada y escrupulosa de Alejo Pérez, aunque el joven maestro argentino incurre en una cierta asepsia, acaso porque las exigencias de concertación de la ópera y la sobreposición de los planos musicales implican un ejercicio prioritario de disciplina y atenciones técnicas.
A cambio, impresionó el barítono americano Leigh Melrose en su catálogo camaleónico de personajes, subrayando la calidad de un montaje con el que Joan Matabosch imprime carácter a su era como director artístico del Teatro Real. Caminaba sobre seguro. ‘Muerte en Venecia’ de Decker ya había asombrado en Barcelona hace seis años, pero fue anoche cuando Britten resucitó en Madrid.
El Teatro Real ha tenido suerte con Benjamin Britten (1913-1976) desde su primera temporada, 1997, con el «Peter Grimes» del Teatro de la Moneda de Bruselas y rectoría de Antonio Pappano. «El sueño de una noche de verano», «La violación de Lucrecia» o «The Turn of the Screw» han sido, posteriormente, jalones de la buena relación del coliseo madrileño con este autor. Falta mucho Britten por estrenar, pero el trayecto no ha sido malo. Ahora ha llegado a Madrid, por fin, la última ópera del que fue uno de los grandes músicos de la pasada centuria, y lo ha hecho con una producción ya consagrada, que Joan Matabosch llevó en mayo de 2008 al Liceu de Barcelona, la de Willy Decker en la dirección de escena y Wolfgang Gussmann en la escenografía, un montaje que en su día emitió la 2 de TVE.
El compositor británico concibió la pieza en duras condiciones de salud, retrasando durante semanas una urgente operación de corazón para completar la obra, creada como homenaje y casi legado a su compañero de décadas, el tenor Peter Pears. Coincidió en fechas (1970-72) con Visconti y su «Morte a Venezia» (1971), pero prefirió ignorar el film, que sólo vio después del estreno de su ópera. De acuerdo con su libretista, la londinense Mifanwy Piper (1911-1997), conservó la condición de escritor del «Aschenbach» de la novela corta de Thomas Mann –Visconti lo mutó en compositor– y respetó la mayor parte de las situaciones del material literario de origen. Pero a la par asumió varias decisiones cruciales a la hora de abordar la traslación del texto al escenario operístico. Una, resolviendo el problema del mutismo casi total de «Tadzio» –el «objeto de deseo» del protagonista– en la obra, al hacer que fuera un bailarín y no un cantante quien lo encarnara, con lo que todas las escenas de la playa o de los muchachos son páginas de ballet integradas en la acción. Otra, convertir a siete personajes anti-Aschenbach en uno solo, el barítono, que ha de dar vida al viajero del cementerio de Múnich, al viejo petimetre del «vaporetto», al conserje del hotel que no advierte al protagonista de la epidemia, al gondolero siniestro, al dios Dionisos que en sueños lo incita al abismo, al barbero que lo desfigura, y al grotesco cantante callejero, todos ellos empujando, de una forma u otra, al escritor a su destino, esto es, la Muerte. Y una tercera, la diferenciación de timbre y color para personajes y escenas: el talante sinfónico, digamos, «normal» para el universo de «Aschenbach», y un conjunto percutivo, casi evocador del gamelán indonesio –que tanto fascinó al Britten juvenil– para «Tadzio» y su entorno. Añadamos un matiz más: la fascinación que Britten siempre sintió por la ciudad adriática, en la que se mezclaban la admiración y el desasosiego, trazas estas en las que coincidía de pleno con el personaje creado por Mann.
El conjunto de la representación fue un éxito, con matices. Desde luego, tanto el británico John Daszak (Aschenbach) como el americano Leigh Melrose (los siete personajes) fueron los dueños de la escena, que prácticamente no abandonan en casi tres horas de función. La actuación de todos los secundarios, comprimarios y bailarines fue excelente, dentro del soberbio movimiento escénico ideado por Decker, en una puesta en escena que combina la agilidad con la fuerza expresiva. Decker ama la composición de Britten –no todos los responsables de escena parecen «querer» las óperas que montan», y ha retocado, purificado si se quiere, gradaciones y ambientes de la producción barcelonesa de 2008. El director argentino Alejo Pérez, una de la bazas estables de la «etapa Mortier», dirigió la magistral partitura con solvencia y brotes de intensidad, pero «Death in Venice» requiere, además, una hiper-precisión rítmica y un hondo aliento dramático, factores estos que le quedan levemente lejos al competente maestro Pérez. El programa de mano, «parvo pero apto», que diría el latino, contaba con estupendos trabajos de acercamiento a la obra a cargo de Luis Carlos Gago y del propio Decker. El público del estreno, sin llegar al delirio, recibió con calidez y sostenido aplauso el esfuerzo de todos los intérpretes.
Decker, un hombre de la casa
Willy Decker ha dirigido en el Real siete óperas (con «Muerte en Venecia» serán ocho): «Peter Grimes», de Britten, en la primera temporada, la «Tetralogía» de Wagner, presentada entre 2002 y 2004, «La ciudad muerta», de Korngold (2010) y «Werther», de Massenet (2011). Pese a que sus producciones han estado presentes con los cinco directores artísticos (García Navarro, Sagi, Moral, Mortier y Matabosch) él solamente pudo estar en el teatro dos días en 2003 para la presentación de «Siegfried». En esta ocasión ha permanecido casi dos semanas ensayando, aunque no pudo estar ayer en el estreno de Britten.
Dirección musical: Alejo Pérez
Gustav von Aschenbach: John Daszak
El viajero (viejo presumido, viejo gondolero, director del hotel, barbero del hotel, director de los músicos, voz de Dionisio):
Leigh Melrose
La voz de Apolo: Anthony Roth Costanzo
Empleado inglés. Guía de Venecia: Duncan Rock
Tadzio: Tomasz Borczyk / Alejandro Pau
Pedigüeña: Itxaro Mentxaca
Conserje del hotel: Vicente Ombuena
Vendedor de cristal: Antonio Lozano
Camarero: Damián del Castillo
Vendedora de encaje: Nuria García Arrés
Vendedora de periódicos y fresas: Ruth Iniesta
Otros personajes
Debora Abramowicz
Miriam Montero
Alexander González
Rubén Belmonte
Elier Muñoz
Sebastián Covarrubias
Vasco Fracanzani
Igor Tsenkman
Ivaylo Ognianov
José Alberto García
Enrique Lacárcel
Paula Iragorri
Ohiane González de Viñaspre
Adela López
Legipsy Álvarez
Esther González
José Carlo Marino
Oxana Arabadzhieva
Álvaro Vallejo
Carlos Carzoglio
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
Coro Intemezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid
Dirección del coro: Andrés Máspero
Dirección de escena: Willy Decker
Escenografía: Wolfgang Gussmann
Figurines: Wolfgang Gussmann, Susana Mendoza
Iluminación: Hans Toelstede
Coreografía: Athol Farmer
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Desde el Teatro Real de Madrid, vídeo de la ópera «Death in Venice», Muerte en Venecia, de Benjamin Britten representada el 17 de diciembre de 2014, gentileza de Culturebox
Comments 1
Absolutamente gloriosa producción!!! Que belleza e interpretación! felicidades.