Rodelinda de Händel en el Teatro Real
Bomarzo, de Alberto Ginastera con libreto en castellano de Mujica Láinez basado en su novela «Bomarzo» , sobre la vida del duque Pier Francesco Orsini, contrahecho noble italiano del siglo XVI.
La ópera se estrenó en Washington en el Lisner Auditorium el 19 de mayo de 1967.
En Bomarzo se recrea la atribulada vida del contrahecho duque Pier Francesco Orsini, de su vida mezquina y disoluta, entre las maquinaciones de la nobleza renacentista. Una visión cínica y objetiva de los manejos de la política y del poder, y de la psicología de quienes lo ejercen.
El Teatro Real de Madrid, recupera la ópera en Europa, 50 años después de su creación, presentándonos esta nueva producción de Pierre Audi.
Os dejo algunas críticas de la prensa.
Cerca de Viterbo, el duque Pierre Francesco Orsini, él mismo deforme, construyó un jardín de estatuas monstruosas que inspiró a Mújica Laínez para su gran novela Bomarzo, sobre la que él mismo realizó un libreto de ópera para el máximo compositor argentino, Alberto Ginastera, que ahora el Real estrena en España. Libreto excelente que resume la novela en el día en que Orsini muere envenenado creyendo tomar el elixir de la juventud y evoca sus recuerdos de tullido, acomplejado y asesino. Ginastera hizo con él una gran ópera, segunda y más conocida de las suyas, con una estética de expresionismo crispado que resulta altamente expresiva, con momentos de enorme y valiosa sustancia sonora.
Para la producción del Real, Pierre Audi no ha seguido el esteticismo de Mújica sino una puesta en escena basada en escenografía e iluminación de Urs Schöenbaum, vídeo de Jon Rafman y vestuario de Wojciech Dziedzic que resulta atormentada, casi claustrofóbica, pero que realza los valores musicales, más que los literarios, de la obra. Se traduce bien su opresión pero también la belleza enigmática de esos monstruos –físicos y morales– que, como en Goya, produce el sueño de la razón. Hay una extraña pero atrayente mezcla de expresionismo y minimalismo, con paneles oscuros, vídeos y misteriosas luces led.
Musicalmente hay que decir que David Afkham brilló como director y concertador exacto y profundo. Con él, la Orquesta Sinfónica de Madrid, en muy buen momento, y el Coro Intermezzo que, como siempre, estuvo espectacularmente preparado por Andrés Maspero, además la estupenda escolanía de los Pequeños Cantores de la ORCAM perfectamente dirigida por Ana González. Todo un lujo de elementos sonoros en el que los solistas estuvieron discretos aunque debamos destacar a John Daszak ,que corre con el peso principal de la obra, y a Nicola Beller Carbone además de a la niña Patricia Redondo realmente estupenda. Pero todo el elenco es de buena categoría.
Bomarzo era una de las varias asignaturas pendientes de la ópera en España y su presentación aquí, casi medio siglo después de compuesta, ha sido brillante. El dictador Onganía la prohibió en Argentina apoyado por el Cardenal Caggiano. No sé qué le vieron. Según ellos, ataques a la moral sexual, cosa que no se desprende del libreto (menos todavía de la música) si la puesta en escena no lo agrega. Nosotros vemos aquí una ópera moderna y de gran calidad, en la que texto y música se compenetran. Menos se compenetraban en esta ocasión la puesta en escena con la intención musical, pero ambas cosas eran buenas por sí mismas. Todo un logro y un buen tanto para el Real que merece aplaudirse.
La obra de Manuel Mujica Lainez (1910-1984) presenta dos aspectos fundamentales y, en cierto modo, inseparables. Uno es el contexto histórico en el que se ubica, en pleno Renacimiento. El otro, el carácter de Bomarzo y éste sin duda se haya muy influenciado por el entorno en que vivió. Poner en escena las más de setecientas páginas, con su historia enrevesada, supone un reto imposible. Pierre Audi se escurre del problema recurriendo a una visión en flashback introvertida, salvo en la excepcional escena de la proclamación del duque con el papa en escena y la única música que se sale de la tónica general. El duque se muere envenenado por su sobrino Nicolás y recuerda los momentos de su vida que le interesaron a Mujica como libretista y que Audi maneja a su conveniencia. El propio escritor se encargó del libreto y para ello eliminó escenas y personajes de su obra. No esperen ver ni la coronación como emperador de Carlos I, ni el desastre de Metz, ni el saqueo de Roma, ni la batalla de Lepanto, pero tampoco a personajes como Horacio, el hijo del duque hermanastro de Nicolás. Es más, aunque esto puede ser una adulteración del regista, la abuela Diana se convierte en una asesina y la escena de la muerte de Girolamo no tiene nada que ver con la real del libro. Las quince delirantes escenas se suceden sin interrupción, con la ayuda del desfile de las siete edades del protagonista –por cierto, ¿podía ser calvo y luego recuperar el cabello?- al modo de ese muy superior “Wozzeck” en el que sin duda hay inspiración, con un decorado simple y esquemático de Urs Schönebaum y quizá excesivas imágenes traseras de Jon Rafman, siempre tan del gusto de Audi. El resultado de todo ello y de la puesta en escena es cierto barroquismo y la imposibilidad de entender la ópera si no se conoce el texto, aunque esto sea cosa común con otras muchas óperas como, sin ir más lejos, “El trovador” verdiano.
Esta dificultad se une a una partitura que se escucha vieja y con poco interés global, escrita en la etapa neoexpresionista de Ginastera, con claras influencias de las vanguardias y del serialismo. Abunda la percusión -setenta y tres instrumentos- que se unen a otros elementos exóticos, como la mandolina o la viola d’amore. El canto se reduce a un declamativo continuo que acaba pesando, salvo la excepción de la estrofa del pastor inicio y final de la partitura. Era previsible lo que sucedió: que casi medio teatro abandonase la sala tras los ochenta minutos del primer acto.
Dicho esto, posiblemente hay que añadir que existía cierta obligación moral de resucitar la obra, aunque posiblemente vuelva a incorporarse al jardín de los monstruos como uno más. Se estrenó con éxito en Washington, fue prohibida en Argentina a causa de las escenas supuestamente subidas de tono, que en Madrid se reducen a tres inocentes desnudos, y pasó por Kiel, Zurich y Londres. El Real la exhuma en condiciones, con una producción que es puro teatro, una formidable dirección musical de David Afkham, una solidísima prestación de la orquesta y del coro y unos solistas que han tenido que realizar tremendos esfuerzos en lo vocal y en lo escénico. Apunto en lo vocal, porque no se trata ya sólo de los pentagramas, sino del propio idioma español para los bastantes extranjeros participantes, empezando por el tenor británico John Daszak como Bomarzo. Se le entiende bien, pero la pronunciación no siempre es correcta y tampoco las palabras. Es de suponer que no había un tenor español capaz para el papel. Ha de destacarse especialmente a la alemana Nicola Beller Carbone como Julia y la serbia Milijana Nikolic en una Pantasilea con la más tradicional y extensa escena vocal de la ópera.
Aburrió a muchos, pero también fue aplaudida con calor por los que la escucharon hasta su final.
El paso del tiempo ha corrido tristemente en contra por lo que hace a la sustancia musical y dramática de la obra
La llegada de Bomarzo al Teatro Real medio siglo después de su estreno tiene todos los visos de ser un acto de justicia histórica. En Madrid sí se tocó, en 1964, la Sinfonía de ‘Don Rodrigo’, un encargo a partir de la primera ópera de Ginastera realizado por el Instituto de Cultura Hispánica. Y el año siguiente, en el festival de la Sociedad Internacional para la Música Contemporánea, celebrado en Madrid, se interpretaría también la cantata Bomarzo, precedente natural en casi todo de la ópera posterior, que ha permanecido, en cambio, silenciada entre nosotros hasta ahora.
En los años sesenta del siglo pasado no era fácil componer óperas llamadas a perpetuar la gloria del género y muy pocos −con Britten, Birtwistle y Henze, tres espíritus libres, a la cabeza− dieron en el clavo. Ginastera hubo de cargar en Bomarzo con el lastre de un libreto fallido de Manuel Mujica Lainez a partir de su propia novela. Todo lo que en esta era fantasía, erudición, barroquismo, desmesura si se quiere, se vuelve en aquel extrañamente raquítico, esquemático, insustancial, artificioso. Sorprende encontrarse, por ejemplo, con esos bloques de rígidos endecasílabos o de heptasílabos romanceados envueltos en una música que no sabe muy bien qué hacer con ellos, luchando sin éxito por verterlos con un lenguaje vocal dramático y eficaz. A pesar de la sobredosis de glissandi y la reiteración de clusters, en lo instrumental sí encontramos aquí y allá fogonazos de genio. En las partes cantadas, sin embargo, una suerte de vago y perenne recitativo, es difícil recordar algún momento memorable, excepción hecha de la canción del niño pastor (situado en el foso, como el coro) que −al igual que sucedía con los monólogos del capitán Vere en la reciente Billy Budd− acordona la ópera en su inicio y en su conclusión. Pero aquí Ginastera se vale nota por nota del Lamento di Tristano, una melodía anónima italiana del siglo XIV. Tampoco cabía esperar milagros de un libretista novato y un operista aún inexperto, “fuertemente subvencionado con dinero de Rockefeller”, como malició el ingenioso Virgil Thomson en una de sus crónicas, y que se valió de la lejana e inimitable Wozzeck como su referente más cercano.
Los boquetes dramatúrgicos de Bomarzo podrían disimularse con una puesta en escena vívida e imaginativa, que nos permita sumergirnos en las reminiscencias teñidas de pesadillas del protagonista, pero Pierre Audi ha optado, en cambio, por huir de todos los asideros visuales y abrazar el esquematismo y la abstracción, ya anunciados en esa inmensa y desnuda caja negra que acoge en su inicio al protagonista, presagio de una propuesta huera que llama la atención por su alarmante pobreza de ideas, ya desde el preludio instrumental, que Ginastera ubica en las catacumbas de la orquesta (contrabajos, bombo, trombones, contrafagot) y que se toca en gran parte a telón bajado. El desolado paisaje lunar que alterna con esas paredes desnudas carece también por completo de referencias barrocas y los personajes deambulan por él como zombis. Apoyadas en el uso frecuente de unos vídeos pedestres y amusicales de Jon Rafman, las escenas van sucediéndose sin más ilación que la presencia reiterada en el escenario de las siete edades de Pier Francesco Orsini, desde su infancia a su vejez, y de tubos de luz fluorescente que, aislados o formando figuras geométricas, van y vienen sin ton ni son. La secuencia de analepsis que integran la ópera apenas da lugar a elementos diferenciadores, lo que acentúa aún más la estructura desgalichada del libreto, sin perfiles ni recorridos psicológicos de interés. El vestuario ecléctico e incongruente (¡pobre Thomas Oliemans, mudado de momia en sin techo como el astrólogo Silvio de Nardi de uno a otro acto!), la pobreza escenográfica y, sobre todo, esos fugaces movimientos espasmódicos de los bailarines presentes en ambos actos recordaron a algunas señas de identidad tristemente habituales en este teatro en tiempos recientes.
En lo que respecta a la pura ejecución musical, en cambio, solo caben los parabienes, desde la meticulosa y concienzuda dirección de David Afkham hasta la prestación del reparto de cantantes al completo, todos con las cualidades vocales idóneas para sus episódicos papeles. El alemán, a pesar de su inexperiencia en el foso, concierta con enorme autoridad y logra disimular incluso las muchas costuras de la partitura; la respuesta de la orquesta es, una vez más, soberbia y asombra la naturalidad con la que ha logrado metamorfosearse en la exigentísima secuencia Britten-Handel-Ginastera. Entre los cantantes hay que destacar, claro, a John Daszak, omnipresente en el escenario de principio a fin y que ha hecho un ingente esfuerzo de memorización de una música nada fácil, incomodísima de cantar, y en un idioma que no es el suyo, pero que logra hacer perfectamente entendible (más que muchos nativos). Fue un Aschenbach modélico en Death in Venice y, aun desamparado teatralmente, logra ser un Pier Francesco Orsini muy superior en lo vocal a cualquiera de sus antecesores en este virtual monodrama. La comparación, partitura en mano, entre lo que aquí se oye y el galimatías musical del estreno en Washington en 1967 arroja un balance infinitamente favorable hacia la modélica traducción madrileña.
Pero si el paso del tiempo ha sido más que benéfico en el aspecto interpretativo, ha corrido tristemente en contra por lo que hace a la sustancia musical y dramática de la obra. La realidad, esta vez, desmiente al tango: medio siglo es −ha sido− mucho tiempo y Bomarzo nos ha llegado tarde, prematuramente avejentada y, superados los avatares políticos que la auparon en Estados Unidos y la aplastaron en Argentina, un tanto desvalida.
…La crónica del estreno de anoche implica la curiosa huida en el descanso de la función de un significativo número de espectadores. Sin duda, porque «Bomarzo» vuelve a ofender por su música pese a que su más notable radicalismo sea el de erigirse en un estupendo fragmento de historia, hábil, sabio, a ratos voluntariamente ecléctico y a otros tan atormentadamente contorsionado como el extravagante parque de los monstruos, cerca de Viterbo, donde todo sucede. Por lo demás la versión musical que dirige David Afkham, a una orquesta cuyo orgánico implica desde instrumentos antiguos a tradicionales con una percusión generosísima, es sencillamente formidable. En el foso se coloca el coro que hace asimismo un trabajo extraordinario. La variedad de procedimientos técnicos implica un esfuerzo notable, también en el caso de los solistas aunque aquí los resultados sean más dispares….
Porque en referencia a la escena solo cabe dejarse llevar por la milimétrica propuesta de Pierre Audi, muy bien realizada por un equipo que incluye al escenógrafo Urs Schönebaum y el figurinista Wojciech Dzedzic. Un concepto que tiende al esteticismo, que estiliza la idea antes que reflejarla con naturalismo, proponiendo momentos impresionantes en su composición como la proclamación del duque de Bomarzo. La fábula se convierte, desde esta perspectiva, en algo contemporáneo, actual, tan perturbador como pueda serlo esa cárcel de líneas blancas iluminadas sobre el escenario negro o el ballet «mecánico» que ilustra la danza macabra. En el trabajo escénico hay una belleza del orden cuya continua descomposición es capaz de perturbar a los ojos de hoy con la misma fuerza que el retorcimiento de la piedra de Bomarzo. Y aún más, porque la pesadilla de Orsini, rememorando su pasado de sufrimiento y horror parte, según parece explicar Audi, de la imaginación del niño. La peor de las alucinaciones.
Director musical David Afkham
Pier Francesco Orsini John Daszak
Girolamo Germán Olvera
Maerbale Damián del Castillo
Gian Corrado Orsini James Creswell
Diana Orsini Hilary Summers
Pantasilea Milijana Nikolic
Julia Farnese Nicola Beller Carbone
Silvio de Nardi Thomas Oliemans
Nicolás Orsini Albert Casals
Mensajero Francis Tójar
Niños (Pequeños Cantores de la ORCAM)
Pier Francesco Orsini Ignasi Carci
Girolamo Hugo Fernández
Maerbale Leandro Hollega
Pastor Patricia Redondo
Siete edades Bladimir Aguilar, Ismael de la Hoz, Javier Martínez, Fernando Ustarroz, Eduardo Zamorano
Niños Simon Bolognini, Saúl Esgueva, Eneko Galende, Diego Poch
Esqueleto Paco Celdrán
Abul Amaury Reinoso
Bailarines
Emiliana Battista, Paola Cabello, Sarah Cabello, Santiago Cano, Cecilia Gala, Patricia Granados, Francisco Lorenzo, Elisa Morris, Álvaro Sánchez, Jordi Vilaseca
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
Pequeños Cantores de la ORCAM
Director de escena Pierre Audi
Escenógrafo e iluminador Urs Schönebaum
Figurinista Wojciech Dziedzic
Dramaturgo Klaus Bertisch
Creador de vídeo Jon Rafman
Coreógrafos Amir Hosseinpour, Jonathan Lunn
Desde el Teatro Real de Madrid, vídeo de Bomarzo, de Alberto Ginastera, en la representación en directo del 5 de Mayo de 2017 a las 20:00h, gentileza del Teatro Real y operaplatform